Hoy es Halloween o también conocido como la noche de brujas.
Y desde hace siglos, las brujas han formado parte de nuestras historias: primero como temidas, luego como perseguidas y, durante mucho tiempo, como las eternas villanas. En los relatos más antiguos, eran mujeres sabias, curanderas o simplemente diferentes y eso bastaba para convertirlas en una amenaza. La historia se encargó de demonizarlas, perseguirlas y acabar con ellas. Y la cultura popular terminó de rematarlas.
Siempre representadas de la misma forma. Eran las viejas del bosque, solitarias, con su escoba, su sombrero de pico, su gato negro y un caldero humeante donde siempre cocinaban algo sospechoso. Feas, crueles, sin corazón y, sobre todo, peligrosas. Encarnaban todo lo que la sociedad no entendía o no quería aceptar.
Durante siglos, su imagen se repitió una y otra vez: las malas del cuento, las que hechizaban a las princesas, las que arruinaban los finales felices. Desde los cuentos clásicos hasta las películas de Disney, fueron las responsables de todas las maldiciones, las envidias y los males del mundo. Nadie las salvaba, nadie las entendía.
Hasta que la televisión (y el cine, claro) cambió eso. Las brujas dejaron de ser un monstruo para convertirse en personajes con rostro, voz y vida propia. Empezaron a reír, a enamorarse, a tener dudas y hasta a salvar al mundo.
Ya no estaban escondidas en el bosque: estaban en el salón de casa, lanzando hechizos… o intentando no usarlos.
Ahí empezó su verdadera transformación.
Vamos a repasar cómo ha sido ese viaje por las pantallas, desde las primeras risas mágicas hasta las brujas más poderosas (y humanas) de hoy.
La primera bruja que encendió la tele
La primera serie en cambiar totalmente las reglas, fue Embrujada (Bewitched).
Antes, en los años 40 y 50, la televisión todavía se estaba formando y la mayoría de los programas eran antologías en una especie de teatro filmado o adaptaciones, por ejemplo de cuentos clásicos. Hubo muchas “series” de este estilo entre esas dos décadas y una de las más conocidas fue Shirley Temple’s Storybook, emitida entre 1958 y 1961, donde se reinterpretaban historias como La bella durmiente, La bella y la bestia o Rapunzel con actores reales (básicamente lo que haría Once upon a time muchísimos años más tarde).
Y en todos esos programas, enfocados a un público infantil, las brujas aún estaban representadas exactamente igual que en los cuentos: aparecían de forma muy esporádica, como villanas y nunca como protagonistas o personajes desarrollados. No intentaron darle un pequeño nuevo enfoque.
Para ello llegó Samantha Stephens, quien realmente puso el primer hechizo en 1964.
Fue la primera bruja protagonista de una serie de televisión y cambió para siempre el panorama y el concepto sobre ellas. Era una bruja buena, haciendo una vida cotidiana.
Casada con un mortal que se desmayaba con solo ver magia, vivía intentando ser “normal”, porque así lo pedía él.
Era encantadora, divertida y muy de su época. El ideal de ama de casa perfecta, con la diferencia de que, con un simple movimiento de nariz, arreglaba desastres domésticos y podía cambiar todo a su antojo, pero sin poder reconocerlo abiertamente.
La serie, disfrazada de comedia familiar, tenía un claro mensaje: Samantha era una mujer con poder a la que se le pedía constantemente que no lo usara. Una metáfora perfecta para los años 60.
El público la adoró. Embrujada fue un éxito y abrió la puerta a las primeras comedias fantásticas. Su mezcla de humor y fantasía inspiró decenas de series posteriores.
Elizabeth Montgomery no sólo protagonizó la serie: creó sin querer un símbolo de la mujer moderna.
Los años 70 y 80, una representación casi invisible
Sin embargo las brujas no terminaban de afianzarse, porque durante dos décadas apenas estuvieron representadas.
En 1977 estaba Tabitha, un spin off de Embrujada protagonizado por la hija de Samantha, ya adulta, quien era mitad bruja y mitad mortal. Al igual que su madre, podía mover la nariz para invocar sus hechizos. Y tampoco hubo cambios en su rol, esta vez era su hermano (que él sí era del todo mortal) quien se oponía a que usara su magia.
La serie sólo tuvo 11 episodios, nada que ver con su predecesora, pero ahí estuvo.
Los 70 era la década del realismo y el crimen, y las brujas televisivas parecían haberse ido de retiro espiritual.
Pero en los 80, decidieron mezclar las dos cosas. ¿Por qué no? En un pequeño intento de darle otra vuelta de tuerca, llegó Tucker’s Witch en 1982, una serie que casi nadie recuerda.
Amanda Tucker era una bruja moderna, simpática y casada con un detective privado. Usaban los poderes de ella para resolver casos, aunque no siempre los controlaba y a veces metía a la pareja en problemas. Era una mezcla muy curiosa de Embrujada y Hart to Hart (esa pareja de detectives glamurosos), con bastante química entre los protagonistas y un tono más ligero que sobrenatural.
Una idea buena, pero adelantada (o mal situada) a su tiempo y el público no entendió nada: ¿era una comedia romántica? ¿Una serie policíaca? ¿una sitcom con hechizos?
Duró 12 episodios y desapareció sin más. No cambió la historia, pero ya veíamos otro rollo: Usar poderes mágicos ya no estaba tan mal, sobre todo si con ellos se ayudaba a hacer el bien.
Los 90, el renacer mágico
Tres décadas después, la televisión volvió a abrazar la magia con otro clásico: Sabrina, The teenage witch (1996).
Esta vez, la bruja no era ama de casa, sino una adolescente común con problemas escolares. La magia se convertía en parte del día a día y se mezclaba con moda, exámenes y dramas amorosos.
Sabrina Spellman, al cumplir 16 años, descubre que tiene poderes y que procede de una larga familia de brujas.
Sus tías, Hilda y Zelda, con más de 600 años de edad, mezclaban humor con consejos existenciales y Salem, el gato parlante, se robó cada escena con frases que aún se usan en memes.
El tono era fresco, colorido y muy divertido. Sabrina tenía que aprender a controlar sus hechizos, que iban a parar a sus enemigas de clase y casi siempre le salían mal.
Lo curioso es que Sabrina era mucho más influyente de lo que parecía. En pleno auge de MTV, de internet y del girl power, mostraba a una adolescente que tomaba sus propias decisiones, a veces horribles, pero suyas, y que también crecía y maduraba aprendiendo de sus errores.
El poder de 3: Embrujadas y heroínas
A finales de los 90, Embrujadas (Charmed) dio un giro más serio: tres hermanas descubren que son las Elegidas y deben luchar contra demonios, maldiciones y, de paso, sus propios dramas familiares.
Tener poderes ya no era algo divertido, ni una ayuda para las tareas del hogar. Ahora era carga, una responsabilidad: salvar al mundo de todas las amenazas del mal.
Cada una tenía un poder y representaba un tipo de fuerza distinta: Prue controlaba objetos (y, simbólicamente, intentaba controlar su vida y la de los demás), Piper podía detener el tiempo (como quien quisiera parar el caos cotidiano) y Phoebe veía el futuro, la más emocional y soñadora.
Más tarde llegó Paige, tras una gran pérdida, completando ese círculo familiar roto.
Aprendieron que ser brujas superpoderosas no las hacía menos humanas, al contrario, sus conflictos eran tan reales como los de cualquiera: el trabajo, el amor, la familia, las malas decisiones… Comprender que el deber estaba antes que cualquier cosa. Su famoso Libro de las Sombras no tenía un hechizo para tener una vida y ser feliz.
La verdadera batalla no era contra demonios, constantemente se debatían si ser una bruja merecía la pena, si estaba bien renunciar a su propia vida para salvar la de los demás. ¿De qué servía tener poderes si no podías ayudarte a ti misma o a las personas que te importaban? ¿Si ni siquiera podías casarte con quien tú habías elegido? Y a veces tenían que luchar con la idea de seguir cumpliendo con su destino y su legado o llevar una vida normal y renunciar a todo.
Fue el equilibrio perfecto entre lo sobrenatural y lo cotidiano, y marcó una generación.
Más allá de los demonios y hechizos, Embrujadas fue una pionera: una de las primeras series con efectos especiales digitales regulares en TV y consolidó el formato de serie sobrenatural moderna.
Se convirtió en fenómeno mundial y puso a las brujas en el centro de la cultura pop.
Ya no eran raras o peligrosas. Eran protagonistas y por primera vez las heroínas, pero también personas reales con problemas comunes y con unas normas y un deber que cumplir. El hecho de ser bruja no significaba hacer lo que ellas querían o lo que más les gustaba, especialmente cuando todos los inocentes dependían sólo de ellas tres.
Eso cambió la manera en que el público las veía. A partir de ahí, las brujas dejaron de esconderse.
El nuevo milenio, la era del poder absoluto
En los 2000 las brujas se volvieron más oscuras y complejas.
En Buffy Cazavampiros, Willow Rosenberg pasó de ser la mejor amiga tímida a una bruja capaz de destruir el mundo por amor.
Al principio, la magia para ella es curiosidad, inteligencia y una forma de sentirse útil.
Pero con el tiempo empieza a ser también su refugio, su vía de escape y se convierte en algo mucho más profundo.
Su brujería refleja su propio crecimiento, desde la inseguridad hasta el empoderamiento.
Willow descubre su identidad, se enamora y cruza líneas peligrosas cuando usa la magia para manipular o vengarse. Una perfecta metáfora de la adicción, cuando algo se te va de las manos y no puedes controlarlo.
Cuando se transforma en Dark Willow, no es solo “la villana”, sino el reflejo de cómo el dolor puede distorsionar incluso la fuerza más noble.
Y en su redención, termina representando justo lo contrario: el poder de aceptar quién eres y usarlo con conciencia.
En Crónicas Vampíricas, la presencia mágica viene sobre todo de Bonnie Bennett, una de las brujas más poderosas del universo de la serie. Su magia es tanto un don como una carga heredada. Es empática y muy desinteresada, hasta el punto de sacrificarse una y otra vez por su familia y amigos sin ninguna duda.
Representa esa idea clásica de la bruja como guardiana del equilibrio, alguien que paga un precio personal por usar su poder. Y, al mismo tiempo, simboliza el paso de la “bruja secundaria” a una figura central sin la que nada funcionaría.
Por otro lado, Rowena MacLeod, en Supernatural, es todo lo contrario. Una bruja escocesa, ambiciosa, manipuladora y con un sentido del humor irónico, encarna el arquetipo de la bruja libre y superviviente, la que no pide perdón por lo que es ni por lo que hace. Su evolución la lleva de villana a aliada, mostrando que la independencia mágica también puede ser redentora.
De los 2010 en adelante: Las brujas oscuras
Ryan Murphy llevó el concepto de las brujas a un extremo nuevo. En American Horror Story: Coven, la brujería deja de ser algo que se esconde. Es glamour, lujo, rivalidad y supervivencia.
En el centro de todo está Fiona Goode, la Suprema, la bruja más poderosa de su generación.
Pero su magia no solo viene de conjuros, sino del control que intenta mantener por encima de todo: su hija, su aquelarre y hasta la muerte. Fiona representa la obsesión por la juventud y la perfección, una bruja tan fuerte como frágil, capaz de destruirlo todo antes que aceptar su decadencia.
El aquelarre, por su parte, está formado por mujeres jóvenes con poderes distintos: Zoe, Madison, Queenie, Nan y Misty. Cada una simboliza una faceta del poder femenino —la inocencia, la rebeldía, la empatía, la individualidad—, y todas juntas reflejan el conflicto entre herencia y renovación: ¿seguir las reglas o reinventarse?
Coven convirtió la brujería en un espejo del empoderamiento femenino moderno, pero sin caer en lo perfecto. Aquí las brujas no son santas ni villanas, solo mujeres tratando de sobrevivir en un mundo (y un aquelarre) que constantemente las pone a prueba.
El mito moderno
Salem (2014), fue la versión más radical del mito: aquí no había sombreros puntiagudos ni pociones con purpurina, la magia era sinónimo de venganza y de poder reprimido. Las brujas no eran víctimas. Eran las que decidian devolver el golpe. Representaban la rabia femenina acumulada desde hace siglos.
Brujas hartas de ser perseguidas que decidían tomar el control, aunque eso significara convertirse justo en lo que la sociedad temía. Era una versión más cruda, gótica y teatral, donde la brujería era un acto de resistencia y también una condena.
Y unos años después llegó Las escalofriantes aventuras de Sabrina (2018), que cogió el recuerdo amable y las risas enlatadas de la Sabrina noventera y lo pasó por una trituradora de oscuridad. Aquí la magia tenía consecuencias, el Diablo no era una metáfora y la adolescencia se mezclaba con dilemas morales bastante serios.
Sabrina luchaba entre dos mundos, su mitad mágica y su mitad humana. Su brujería era el símbolo perfecto de la rebeldía: una chica que se niega a seguir las reglas del sistema, de la iglesia, de su propia familia… y que, aun así, intenta encontrar su sitio entre todo ese caos y, sobre todo, el derecho a elegir quién es, incluso si eso incomoda a todos los demás.
Reinas del multiverso
Y llegamos a las brujas actuales, las que ya no necesitan escobas porque viajan por el multiverso.
Volvemos a dónde empezó todo, a Embrujada.
Wanda Maximoff, la Bruja Escarlata de WandaVision, vive en un barrio perfecto de los años 50, como ama de casa y atendiendo a su marido. Todo un claro homenaje a la serie pionera y que en realidad nos demuestra cuánto ha cambiado todo desde esos años. La magia dejó de ser un adorno para pasar a ser una emoción.
Wanda no lanza conjuros por diversión: crea un mundo entero para no enfrentarse al suyo. Después de perderlo todo, decide fabricar su propia versión de la felicidad: un barrio perfecto, un amor imposible y un pueblo entero atrapado dentro de una sitcom que solo ella controla.
No es la típica villana con capa ni la heroína sin culpa. Es, más bien, una mujer que usa su poder para tapar un agujero emocional que la realidad no le deja cerrar. Su magia no solo mueve objetos; reescribe recuerdos, identidades y hasta las leyes del mundo. Y aunque sus intenciones nacen del dolor, las consecuencias son tan graves que cuesta decidir si sentir compasión o miedo.
Wanda representa a esa nueva generación de brujas televisivas que no nacen del mito, sino del trauma. Que se esconde, pero dentro de su propia mente. Su hechizo más poderoso no sale de un libro, sino de la necesidad humana de no aceptar la pérdida, aunque para eso tenga que inventar una realidad entera.
Y luego está Agatha Harkness otra bruja, pero de las clásicas: ambiciosa, astuta y con siglos de experiencia.
Agatha no busca amor ni consuelo, busca poder y, sobre todo, entender cómo una joven pudo crear algo que ni los grimorios más antiguos explican. Ella representa el conocimiento, el control y la ambición que Wanda aún no tiene.
Si Wanda encarna la magia emocional, Agatha es la magia racional, la que entiende que el poder no se siente, se domina.
En el fondo, WandaVision enfrenta dos formas de magia y dos formas de ser bruja. La tradicional frente a la moderna. La que conoce los límites frente a la que los rompe sin querer.
Y ambas, a su manera, simbolizan la evolución de la bruja en la televisión. Ya no esconden sus poderes; los controlan, los cuestionan o los pierden, pero siempre son ellas las que deciden.
No están todas las que son, pero sí son todas las que están. Este ha sido mi repaso a las que creo que han sido las brujas más importantes de la televisión.
Son la imagen más reconocible de Halloween, las dueñas de la noche y las culpables de muchas de nuestras historias favoritas. Sin ellas, el terror no sería tan divertido, ni la fantasía tan poderosa.
De Samantha a Wanda, las brujas han estado seis décadas evolucionando.
Han pasado de ocultar sus poderes a convertirlos en espectáculos globales.
Y, sin importar la época, siempre logran lo mismo: hechizar a millones de espectadores y recordarnos que, aunque no tengamos una escoba o un conjuro, la televisión también puede ser un acto de magia y a ella le debemos cambiar la visión que siempre tuvimos de las brujas.
Y mientras haya historias que contar… ellas seguirán presentes, lanzando hechizos por los siglos de los siglos.













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